Un pan sin gusto

se le quemó en la boca.

La sal había pasado antes

en unas piedras de cal

que le habían dejado nublado el sabor.

Al intentar sentir el pan,

éste fue sólo una corteza crujiente

con algo cálido en el interior.

De su paladar gótico

le bajaban unos recuerdos turbios

que se le escurrían

por las paredes húmedas de la boca.

Un campanario como de monasterio

tocaba a culpa

detrás de su lengua temible.

Desde más abajo venían voces de dolor

que subían

junto con unas ráfagas de aire cálido

y hacían vibrar

unos tristes violines escondidos.

Fue su conciencia

la que quemó el pan.

Lo cambió en una brasa roja

que al pasar por el telón de su garganta

le arrebató la paz.


Una tormenta turbia

escribe con humo en la tiniebla.

La luna quebrada

apenas ilumina un surco de abismo.

por Susana Ferrer