En el pueblo aquél no había baños y la gente ya estaba acostumbrada a hacer sus necesidades detrás de cualquier arbusto o en una bacinilla de loza o de metal. Cuando llegó un camión cargado de inodoros, los primeros salieron a la venta a precios razonables, pero los últimos se cotizaron a precio de oro. Fue una moda que causó furor, la gente colocaba el inodoro blanco en el jardín del frente de sus casas, para que sus vecinos supieran que eran gente rica, fina y elegante, como la de la ciudad, que se sentaba en esas sillas frías para ir de cuerpo. A un costado, una cortina de tela de colores cubría la escena cuando era necesario, el resto del día, el aparato moderno adornaba el jardín como un gordo enano blanco. Hubo hasta quienes, en un alarde de estética, los decoraron con margaritas grandes o pajarracos de colores, se decía que unas perfumaban con su olor y los otros cantaban y trinaban cuando llegaba la ocasión.

El vendedor del camión prometió regresar y, un año después, volvió con heladeras que le costó más vender, acostumbrados como estaban todos a enfriar las botellas atándolas con un hilito y dejándolas sumergidas en el arroyo que corría a pasos de sus puertas. Entre varios le compraron una para guardar la comida de la gorda del pueblo, pero el vendedor no tuvo una gran ganancia.

Un año más tarde decidió traer unas vitrolas de madera lustrada y unos discos negros y duros que si se caían al suelo se hacían trizas. Si bien este nuevo invento les encantó, como con sólo poner la música bien fuerte en la puerta escuchaba toda la cuadra, vendió sólo unas pocas unidades. Se olvidó de dejar los repuestos necesarios y para cuando volvió un año después, los del lugar se habían inventado unas púas hechas de espinas de limón salvaje para reemplazar las originales que les habían durado más bien poco. Estaban hartos de escuchar las mismas voces cantando las mismas canciones todo el año y, presos de una desesperación absoluta, enviaron a unos muchachos a treparse al camión para robarle toda la carga de discos mientras otros invitaban al camionero a comer un cabrito a las brasas y le llenaban los vasos de vino tinto. Se fue contento sin sospechar nada. Cuando dobló la última esquina del pueblo, todos rompieron en algarabía y corrieron a colocar los nuevos discos en la vitrola. Antes de que pasara una hora ya habían comprobado que se trataba de más de cincuenta copias idénticas de un mismo tema que había estado de moda en la ciudad dos años antes, pero que ellos nunca habían escuchado. Tuvieron casi una copia en cada familia y llegaron a saberlo de memoria como un himno. Las chicas jóvenes inventaban pasitos de baile diferentes para amenizar la monotonía que les provocaba bailar siempre el mismo tema y hasta llegó a hacerse un concurso presidido por el intendente, en el que el jurado fueron algunos maestros de escuela y una prostituta del bar que había dado reales muestras de saber bailar muy bien. Se eligió la coreografía más entretenida para el tema musical. El concurso se llamó “ Piecitos inquietos” y el premio consistió en una gallina asada para la pareja ganadora más el permiso oficial para destruir una de las copias de pasta arrojándola contra la pared lateral del club social en medio de los vítores de todos los presentes que creían así vengarse un poco de tanto aburrimiento.

Pasaron dos o tres años más hasta que volviera el vendedor del camión, ofendido quizás por quienes había creído clientes honestos y habían resultado una manga de engañadores que le habían robado aquella carga de discos de pasta. De todos modos, no muchos se dieron cuenta del tiempo transcurrido porque éste fluía parejo y las estaciones casi no se diferenciaban en aquel rincón olvidado del planeta. Así, en los inviernos, únicamente las noches eran un poco más frescas y, en los veranos, únicamente las aguas servidas corrían un poco más hediondas.

Susana Ferrer

por Susana Ferrer