Parecía el carnaval de Venecia. Los pliegues en las telas de las señoras al bailar despertaban una marea imprecisa que iba de lado a lado del salón; los señores, de traje oscuro, eran boyas esmirriadas soltadas a la deriva en un agua de colores. La orquesta tocaba jazz y todo se movía. A través de las ventanas de la casa, unos rayos de luna y la luz de las estrellas se peleaban por entrar pero chocaban con la música que brotaba a borbotones desde el interior y rebalsaba cayendo en cascadas ondulantes hacia fuera. A la noche no le quedó más remedio que dedicarse a rebotar su luz azul en los pinos del parque.
En el estacionamiento, al pie de una pequeña barranca habitada por zinnias de colores, unos autos como cucarachas interplanetarias intentaban descansar de sus dueños y a la vez que deseaban el abrigo de un techo que protegiera sus pieles de insectos de la húmeda saliva del rocío, sentían envidia de la fiesta que parecía crecer a cada instante como un volcán borracho.
La música hacía rato ya que había inundado el patio y ahora ya corría por el pasto hacia las partes bajas. Al estacionamiento llegaban cada vez más notas musicales que empezaron empapando los adoquines y al cabo de varios acordes fueron llegando al nivel de las ruedas de los coches, las que poco a poco comenzaron a moverse. A algunas les dio por girar, yendo adelante y atrás, contagiándose el ritmo unas a otras como una epidemia de bacterias voraces. Para el siguiente tema, ya todos los autos estaban bailando y se movían de costado, hacia delante, en pequeños zig zags e incluso en giros locos. Hubo uno que desafortunado volcó y quedó con las ruedas hacia arriba. El pobre murió ahogado a pesar de la poca profundidad de la marea musical. Su bocina, apenas audible emitió un último pedido de ayuda antes de desvanecerse opacada por el sonido de un trombón que llegó navegando sobre una zinnia roja que arrancó al pasar con su viento huracanado.
Los autos más audaces comenzaron a navegar, remando como romanos en el acompasado abrir y cerrar de sus puertas y lograron ponerse a salvo dirigiéndose calle arriba. Sus mascarones eran pequeños simbolitos plateados en las puntas de sus proas.
Así siguió la fiesta dentro y fuera de la casa hasta que casi al alba la orquesta hizo un alto para que los agotados músicos pudieran desayunar. Con el imprevisto silencio, los autos se detuvieron donde estaban, los que habían nadado calle arriba fueron bajando lentamente en el suave escurrir de las últimas notas. El auto ahogado quedó allí como único testimonio de una marea de música que nadie vio.