En un aguafuerte de lluvia torrencial que le desdibuja con el agua las pinceladas de acuarela pálida y desmayada, ella intenta ser la tela, conservarse en el color sensible, permitirse ser el tono que todavía se ve fijo y brilla por momentos.
La chorreadura ambigua se desgaja de a manchones por una pared de cal en sombras. Ella se desangra desesperada en colores de silencio que se deslizan a borbotones torturados hacia el piso oscuro en el que se perderán a través de una rejilla rapaz que se la tragará a dentelladas filosas y negras hasta que no quede nada sobre la superficie. Desaparecerá devorada y quizás haya otra vida de cloacas allá abajo, negra y muda.
Pero ella todavía es la acuarela, aun tiene los colores en la falda y un brillo de agua llovida en la mirada. Como una salvaje desdichada camina por la galería marcando un surco de nácar sin brillo que se hunde bajo el peso de su negrura chata y sin formas, apenas una lámina de papel que deambula como un ánima incompleta y ambigua que no sabe qué hacer.
Si dejarse perforar en una mansalva de balazos o que un vuelo de cuervos en picada le pase de lado a lado entrando por su pecho voraz y salga sangrante por la espalda rompiendo carne y huesos en su vuelo sin retorno y la dejen ahuecada y vacía llevándose en la punta de sus picos, en los espolones de sus alas y en la negrura de sus ojos toda la oscuridad de su pecho.
No sabe si quiere que una tormenta de hielo la congele y la cuartee en miles de trozos gélidos y traslúcidos en los que ella pueda desaparecer tragada y digerida por las fibras rasgadas de la nieve. Que la salida del sol la halle estática y obediente al destino y la derrita en una nada hasta evaporarla en una nube vacía y no exista más.
Quiere romperse como un cántaro de barro seco que todavía la contiene líquida y empapada y que al partirse la vasija ella pueda por un segundo sentirse liberada para dos segundos después ya no ser nada. Que el barro se craquee y que ella se escurra en turbiedad espesa infiltrándose en una grieta oscura que se la lleve hacia adentro de la tierra.
Una cripta tiránica la llama con una avidez cóncava y desnuda. Le presenta escalones blancos de mármol frío que descienden sin más final que más escalones allá abajo. La invita a que descalza baje y vaya sintiendo el hielo mudo en los pies mientras no deja nunca de bajar y el hielo se le va metiendo en el cuerpo deambulándole entre las venas como una corriente que pretende coagularle la sangre en un insomnio que girará alrededor de ella para siempre.
Por momentos siente que la sangre se le sale por los poros hasta dejarla completamente seca por dentro y que un remolino rojo y herrumbrado le da vueltas apasionadas echándole unas ventiscas con sabor a óxido que la marean y la parten en trozos que ascienden huracanados hacia las nubes más negras de la peor tormenta que pueda descerrajarse sobre el vodevil que ha sido su vida.